lunes, 18 de julio de 2011

Su brazo en forma de presagio



10:45 a.m.: ¿Cuánto nos importan las cosas? Mucho, algo menos, sólo un poco, casi nada… por último, hay a quien no le importan nada. ¿Y de qué depende que nos importen más, o menos, o nada?... Hay un escaso grupo de personas que recurre al peso. Al peso de las cosas. Les importa más un coche que un bolígrafo, o que un diamante, o que un sobre de azafrán. También les importa más un kilo de pan que cien gramos de embutido. Les importa más su padre, que pasa de noventa kilazos, que su prima política, esa que no llega a cincuenta y cinco. En cuanto a qué es más importante, si el universo o un agujero negro, no saben qué decir. Si les preguntamos qué importancia le dan en sus vidas a los sentimientos, nos contestan que ninguna. Pasados por la báscula, aunque ésta sea de precisión, y da igual que valoremos el amor o el odio, la desazón o la envidia, el resultado para ellos está claro. Medición igual a cero. Y es que no pesan nada. Verídico. Lo único ante lo que parecen, no dudar, sino amedrentarse, es la melancolía… ¿Cuánto pesa? ¿Más, o menos, que un agujero negro? ¿Y si la comparamos con el universo? ¿De qué está hecha la melancolía? De las cuatro preguntas que se hacen, la cuarta, por lo menos para ellos, tiene respuesta. Está hecha de plomo. También saben de qué está hecho el tiempo. Y es que el tiempo, según ellos, no está hecho de lo que pasa, qué estupidez, el tiempo es lo que no pasa. Así ha sido argumentado y sentenciado. Y por eso pesa tanto la melancolía. Para quien se olvida de lo que le pasa o sucede en la vida, y su tiempo es sólo lo que no pasa en la misma, lo virtual, lo anhelado, lo soñado pero no realizado, la melancolía no es un sentimiento más, es un palacio. Su morador, desde el interior, recomienda a los demás que prueben: el amor, menos que una pluma; el odio, menos que un suspiro; el miedo, menos que una brisa; pero la melancolía, tanto como el plomo. Y sacando por la ventana su brazo en forma de presagio, nos da la báscula. Y nos pide, aunque no tengamos un palacio, que busquemos en nosotros mismos. De fuera hacia dentro. Sabéis lo que es. Y nos recomienda, una vez hemos cogido su balanza, que pesemos cinco noches de plomo, que es lo mismo que hablar de añoranza y desvelo. Y que luego pesemos un año de amor correspondido. O cinco horas de te mato. O un minuto de no sé la respuesta. Y que los comparemos. Habrá quien no se crea nada. También habrá quien le dé la razón y se embelese ante el palacio de los presagios. Este último no volverá a verse portador de sonrisas. Y quitará todos los espejos de su vida, porque ya no se ve en ellos, para qué los quiere, tampoco los escaparates en los que se buscaba reflejado, tampoco los portales en que jugaba a Narciso. Ahora sabe que el cristal, el espejo, es una forma más del plomo. La peor y más pesada. Por eso mismo, la menos identificable. Y la sonrisa, otra. Y por eso mismo, la más peligrosa.

11:16 a.m.: Los otros, sabiendo que los sentimientos no pesan, y que la melancolía no es plomo, y que el tiempo es lo que les pasa o sucede, pero no lo que no les pasa, y lo demás de lo demás que se os ocurra… decía que los otros lo obvian todo y se dejan afectar, infiltrar, anegar e invadir por esos sentimientos. ¿Invadir de qué? De detritos y despojos. ¿Qué pesa más, el fango o el plomo? ¿El lodo o la basura? Esas preguntas son muy fáciles. Y sabiendo que no pesan los sentimientos, lo soslayan sin saber el motivo. Y se empeñan en que nos importen, a algunos, más que ninguna otra cosa. Los nuestros y los de los otros. Es una vanidad más. Una vanidad viciosa a más no poder. Un egoísmo atacante, que tiene un pase cuando redunda en uno mismo (y ello aunque nos quieran convencer de lo contrario), y que es aberrante cuando se desliza e inmiscuye en los demás (caso del samaritanismo, tan desproporcionada e injustificadamente elogiado). Egoísmo atacante que en el primer caso se tilda de pecado occipital, y, en el segundo, de virtud por anatomasia. La vanidad del sensible, la del educado, la del civilizado y correcto, la del generoso y altruista, la vanidad del condescendiente, del superior. Del que se ve como ejemplar y noble, la del virtuoso acaparador de rectos sentimientos. Portador de plomo a espuertas, que el muy engreído confunde con generosidad y abnegación, y como tal exige ser considerado, y escucha henchido cuando le hablan de lo bondadoso que es, y se mira al espejo, que, de inmediato, ensucia de lodo y embadurna. Y va por la calle, y se busca reflejado en escaparates y portales, en los rostros embelesados de quienes se cruzan con él, en los comentarios elogiosos de quienes le tratan, en el aprecio de quienes creen conocerlo.

11:37 a.m.: Pues bien, si la melancolía es plomo, si hay gente que valora las cosas por su peso, si hay palacios por cuyas ventanas unos brazos desconocidos nos acercan y entregan balanzas, si esos brazos, asidores de balanzas, tienen forma de presagio, si todo esto es como nos cuentan, y no tenemos motivos para dudar de ello, pues bien, entonces ¿cuánto de más pesa la vanidad? Eso es lo que yo quiero saber. Y no cualquier vanidad, que eso sería muy poco riguroso, sino la vanidad del generoso, la del correcto y educado, la del bueno. Esa es la vanidad que yo quiero saber lo que pesa de más. Para eso están las balanzas, para eso hay quien valora las cosas por su peso, para eso hay quien dice que los sentimientos no pesan, y hay, también, quien se lo discute. Mucho discutir que no lleva a ningún lado. Menos, aún, cuando anonadados vemos extenderse por la ventana del palacio su brazo en forma de lo que ahora ya es inevitable. El augurio ahora sí que se materializó. Nos entumeció, nos espesó y nos quemó. Visto el brazo, descubierto el presagio, arrodillados ante el palacio, indagamos el peso de más de la vanidad…

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