miércoles, 21 de noviembre de 2007

Umbral y el Páramo

Lo que un día os conté, no hace mucho, sobre Heinrich Böll, aplicadlo ahora a Francisco Umbral. El asiduo entrar en las librerías, la renovada ilusión con que empezamos a curiosear, la presa fácil, los tiros indolentes de quien encontrándose en el monte y ante la desoladora ausencia de capturas acaba disparando a las piedras, la ebullición sonrojante al intuir caza mayor…

Ayer tuve suerte. En Follas Vellas estaban esperándome diversas joyitas de Francisco Umbral, confiadas y distraídas. En concreto, “Los helechos arborescentes”, “Los políticos” y “Pío XII, la escolta mora y el general sin un ojo”. Disparé rápido, sin dudarlo. Nuevos trofeos que añadir a otros del mismo espécimen que adornan las paredes de casa. Os muestro algunos.


Ya os he hablado de Umbral en alguna entrega del Páramo. Me gusta como escribe. También os decía que las ganas con que cojo cualquier libro suyo, son igual de intensas que las ganas con que paso de sus diarios artículos de prensa. En general creo que esto de los articulistas y sus artículos está totalmente magnificado, overrated. Y no voy a los de ahora, entre los que destaca(ba) nuestro Francisco, y que a mí me acaban aburriendo más pronto que tarde, sino que me refiero a los Santa Santorum e intocables padres del periodismo moderno. En esto hay mucho cuento y peloteo corporativista y gratuito. Había leído tanto y tan bueno sobre, por ejemplo, Mariano José de Larra y Julio Camba, que no dudé en comprarme magníficas ediciones de ambos. Decepcionan. Por supuesto que hay momentos increíbles, de una lucidez e ironía apabullantes, pero son los menos. Entiendo que mantener, semana tras semana, o inclusive a diario, ese nivel de agudeza y gracia debe ser imposible, pero aún reconociéndolo, no es para tanto. Es que merecen la pena uno de cada diez o veinte de sus escritos. Mayor fiasco me llevé con la “Exégesis de los lugares comunes” de Leon Bloy en el que están bien uno de cada cien. Eso sí, los que están bien, los borda (“Los negocios son los negocios”, “Estar en las nubes”…). Si Bloy y otros fueron decepcionantes, la excepción que confirma la regla del batacazo que supone ponerse delante de una recopilación o selección de artículos la constituye, de lo poco hasta hora leído, “Madrid, el advenimiento de la República” de Josep Plá, que es un espectáculo. O cualquier muestra de ese ser de otro mundo, José Ortega… o los deliciosos bocados Cunqueiranos.

Pero volvamos con Umbral. Era un golfo obsesivo, con un norte y querencias inamovibles: Los libros y sus autores, las mujeres, el paisanaje variopinto de noctámbulos, chulos, gorrones, iluminados, extremistas, poderosos y pusilánimes. Madrid, la Gran Vía, las putas de la Gran Vía (todas de Mansilla de las Mulas, Provincia de León), el Chicote, Proust. Y junto con sus obsesiones, su método, como de un Henry Miller de la Meseta. Directo, tenso, fibroso, lírico, inventivo, como un torrente. Escatológico, fetichista, mitómano. Para mi gusto, un fuera de serie. Ahora que ya no está, debería incorporarlo al Panteón Exaltado.

Lo último que leí de él es una magnífica “Mis paraísos artificiales”. Con Umbral me pasa lo mismo que con el Aquarius después de hacer deporte, no me dura ni un minuto. Con otros autores no me entra esta compulsión lectora, pero con éste sí. No lo puedo evitar. No leo cuando conduzco porque tiene pinta de ser muy peligroso, que si no también. Sus libros no me pasan de dos o tres días. En este último la orgía de nombres y referencias aún reverberan en mi cabecita: Ortega, Rilke, Proust, Cioran, Bataille, Beckett, Azorín, Nietzsche, Cocteau, Villiers De L´Isle Adam, Nerval, Valle-Inclán, Gómez de la Serna, Heine… éstos entre los que a mí me gustan, que hay más. De todo ello, me impresionó especialmente comprobar asombrado, no solo que compartía tantos gustos con él, sino que Francisco Umbral también pasaba ciertas temporadas en esos parajes de la tundra y el Baikal, en sus páramos, para él “Paraísos artificiales”. Y que en ellos, sus compañeros, necesidades y reflejos son una fuente bien cincelada ante la que me resultó bochornoso pensar en lo ramplón y barateiro de mis ejercicios de aficionado. Lo que sin embargo, he de reconocerlo, me encantó, fue la coincidencia en los indicados gustos… quien no se consuela es porque no quiere, está claro.

Os voy a estampar (si quieren, que me detengan) un botón Umbraliano en el que con gestos y maneras para mi gusto portentosos, habla, como dios manda, de lo que tantos otros podemos intuir o presentir, pero que no seríamos capaces de identificar, y mucho menos explicar o definir, ni en cuarenta mil horas de confuso dictado. Admirable. Por cierto, entre Baroja, Balzac y algunos más parece haber un invisible pero incontestable nexo de unión con el Páramo imaginario… por lo que veo, ando tras la buena pista


“Si tuviéramos que escribir un libro sobre Marcel Proust, lo titularíamos «Por el camino de Proust» o «A la sombra de Marcel Proust». Son títulos que vienen dados. Quizá nunca escribiremos ese libro, pero nos gusta pensar en él. Sobre Proust están los grandes libros de Painter o de Delleuze. Pero sobre Proust ha­bría que hacer un libro intimista, sentido, vivido, per­sonal, subjetivo, desde dentro, como los libros de Cio-ran o de Bataille sobre Nietzsche.

Porque hay escritores --algunos, muy pocos-- que llegan a incorporarse a nuestra vida, a circular por nuestra sangre, y sus libros son una extensión de nues­tra biografía. A mí me ha pasado con Proust, con Gó­mez de la Serna, con pocos más. También puede ocu­rrir con algún pintor. Los cuadros de Goya, de Marc Chagall o de Solana pueden ser ventanas de luz que se abren eternamente en nuestro día, que dan siem­pre una luz oblicua, amarilla y fija a nuestra existen­cia. A algunos melómanos les pasa con alguna música. Al propio Proust le pasaba con la sonata famosa, o con la pintura de Elstir.

Luego, una gran obra, sobre todo una gran obra novelesca, tiene una función supletoria de mundo com­pleto, retirado y a salvo al que podemos irnos de vez en cuando, en momentos malos o buenos, en momen­tos en que nos cansa el mundo que tenemos en torno.

En mi infancia de hambre y posguerra, de frío y co­cina apagada, mi pequeño mundo secreto era La guerra carlista de Valle-Inclán, un libro de mi madre, viejo y deshojado, que leía y releía. Aquel friso de viejos hi­dalgos, guerrilleros, monjas, lluvia y pólvora, era el pa­raíso perdido adonde yo me retiraba para vivir el color y el calor de la prosa, una riqueza ambiental y verbal que suplía con mucho la pobreza de mi vida.


Luego, y creo que ya para siempre, mi retiro secre­to, mi jardín cerrado, mi doble fondo, ha sido y es la obra de Proust. Todo ese enredo de marquesas, baro­nes, snobs, lesbianas y políticos es una vida más real y viviente que la vida misma, y además una vida pe­renne que siempre está ahí y en la que puedo entrar cuando quiero y por la puerta que me dé la gana.

No hablo ahora de literatura. Hablo de esa fun­ción ortopédica, supletoria, practicable, que puede te­ner un gran ciclo novelístico. A medida que vamos per­diendo fe en la novela de enredo, de historias, de vidas, se nos hace más necesaria esta utilización práctica de la novela. Prefiero leer a un antinovelista experimental que me brinde un discurso inconexo, a efectos litera­rios. Me interesa más. Pero cuando de lo que se trata es de huir, de borrar el mundo, de instalarme en una realidad segura, quieta y que no me puede decepcio­nar, entonces opto por Proust. Esto no quiere decir tampoco que Proust no sea para mí el escritor más grande de la Historia. Lo es. Pero aparte de utilizarlo intelectualmente, lo utilizo vitalmente como evasión. Unos se van a la parcela, otros se van a la playa y yo me voy A la busca del tiempo perdido.

Sé que esto no me pasa sólo a mí. La lectura como evasión es una de las dimensiones de la lectura. Hay quien se refugia en Baroja, o en Caldos, o en Balzac, o en los folletinistas. Los grandes ciclos novelísticos sirven muy bien para esto, sean buenos o malos, porque sustituyen la vida y nos permiten participar man­teniéndonos a salvo. Yo sé que, cuando en la vida me falla el trabajo, o las amistades, o la salud, o la fami­lia, nunca me van a fallar Oriana Guermantes, Gilberta, Albertine, el barón de Charlus, Saint-Loup, Odette, Swann.

Pienso que el escritor, el creador de esos vastos mundos novelescos, también huye de la vida al escri­birlos. Hay un interesante ensayo de Marthe Robert sobre la novela, que parte de la teoría de Freud sobre «la novela familiar de los neuróticos». Según esto, todo niño fábula en su infancia para sustituir y mejorar la realidad. Hay el sueño del niño expósito, que se ima­gina no ser hijo de sus padres reales, y el sueño del bastardo, que quiere conquistar el mundo para borrar su bastardía (naturalmente, imaginaria o no, que eso da igual). Napoleón, gran bastardo (por su clase hu­milde), inspira toda la novela de conquista del mundo y agresión. Inspira a Balzac, concretamente. La novela del niño expósito es más lírica, más interior. Es la no­vela actual, donde importa más la imaginación poética y el lenguaje que la misma acción y la trama.

Balzac, Galdos, Dickens, Baroja, hacen la novela del bastardo, la novela del mundo real. Proust y Joyce inician la novela lírica del niño expósito. Flaubert, «el idiota de la familia», está dubitativo entre ambas ten­dencias. Hoy está claro que vamos hacia la novela líri­ca y sin acción del niño expósito. Esto apunta en Proust, como digo, pero apunta mezclado aún con la herencia balzaciana del enredo. «Qué grande sería Bal­zac si supiera escribir», dijo Flaubert. Proust es un Balzac que sabe escribir.

Por el camino de Proust me evado muchas veces de la vida, del dolor, del aprendizaje del dolor (La cognizione del dolare, tituló su más hermosa novela lírica, de niño expósito, Cario Emilio Gadda, el gran italiano ignorado y muerto). Cuando la vida nos hace sonreír de amargura, cuando nada importa y todo es repetición de todo, volvemos, en silencio, a la busca del tiempo perdido en las páginas de Proust, a esa otra vida paralela, como se dice ahora. Paralela de mi vida.”

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